Videocrónica:
 
…Y a continuación, el relato completo:

Como aquel reducto de galos que resistían al imperio romano, un grupo de 19 aguerridos ciclistas nos disponíamos a afrontar la aventura Burdeos-Madrid, con el único temor de que el cielo se desplomara sobre nuestras cabezas. Era época de tormentas y ya en el viaje de ida a Burdeos, en autobús, sufrimos una impresionante tormenta, justo antes de cruzar la frontera de Irún.

La llegada a Sainte Eulalie, un pueblecito al noreste de Burdeos, fue muy bonita. Los vecinos nos recibieron con los brazos abiertos y nos alojaron en sus casas. Nos invitaron a una cena opípara, con vinos y quesos de la tierra, pasta y carne «a point». El alcalde nos dedicó unas palabras de bienvenida y nos entregó los carnets de ruta, deseándonos suerte para el camino que afrontaríamos al día siguiente.
A las 5:30 estábamos de nuevo en la «Salle des Fêtes», desayunando tartas de manzana y de queso, fruta, croissants y otras viandas. De momento, la experiencia continuaba siendo más gastronómica que deportiva. Nos hicimos la foto oficial de la salida en la puerta del ayuntamiento e iniciamos la gran aventura, precedidos por el coche de unos vecinos que se ofrecieron a llevarnos los primeros 20 kilómetros, hasta la salida a terreno abierto.
Así comenzábamos nuestra cabalgada hacia España. Cruzamos el río Garona y circulábamos en pelotón, a buen ritmo. Casi 300 kilometros discurrirían por terreno francés, atravesando la comarca de las Landas, una larguísima planicie casi al nivel del mar, impregnada de una humedad que nos hacía tener una permanente sensación de bochorno. Bebiendo con frecuencia para evitar la deshidratación, los kilómetros fueron pasando sin mucha historia. Algún pinchazo y algún despiste provocaron pequeñas divisiones del grupo. La más grave fue sufrida por Bienvenido, que perdió contacto con el grupo por dos pinchazos consecutivos, lo que le llevó a rodar en solitario gran parte del día, sólo acompañado por Angel.

A los 90 km de ruta llegó la primera parada para desayunar, pero Marcin y yo decidimos irnos por delante.
No queríamos perder demasiado tiempo en paradas. Con nosotros se vino Diego Villas. Nuestra idea era llegar hasta Calahorra, en el km 410, alrededor de la medianoche. Paramos a comer cerca del mediodía en el primer control, Tartas, donde nos tomamos un rico filete de pato con pasta cocida. Cuando estábamos terminando, llegó el grupo principal. Otra de las causas de pérdida de tiempo son los grupos numerosos, porque necesariamente tardan más en ser servidos, en pagar, etc… En el trío de cabeza rodábamos en buena sintonía, y los kilómetros seguían cayendo. El segundo control, Lantabat, era un pueblecito minúsculo, donde no había nada abierto. No pudimos encontrar dónde poner el sello, así que nos hicimos unas fotos en el cartel de entrada al pueblo.
No es fácil repostar agua en Francia. En España estamos acostumbrados a encontrar agua en fuentes, disponibles prácticamente en todos los pueblos. Pero especialmente en la zona que estábamos atravesando de los Pirineos Atlánticos de Francia, en pleno País Vasco francés, el concepto de pueblo se reduce a la mínima expresión. Las fuentes no existen y no es fácil cruzarse con alguien o encontrar una casa abierta. Sin embargo, descubrimos que en todos los pueblos había cementerios junto a las iglesias, y estos suelen tener una toma de agua para que los visitantes puedan poner agua en las flores. Así es como localizamos el grifo del cementerio de Lantabat, y pudimos repostar nuestros bidones. ¡Brillante!
Comenzábamos la subida a Palombiere. Yo sabía que era el más débil de los tres, y así quedó constatado cuando empezaron los repechones, algunos con más del 15% de desnivel, hasta que alcanzamos la cota de este puerto, no demasiado largo, en medio de un precioso bosque prepirenaico. El cielo se estaba poniendo cada vez más gris. Hasta ese punto nos había caído algún chubasco, pero conseguimos esquivar bastante bien las tormentas hasta que llegamos a uno de los hitos principales de la ruta, Saint Jean Pied de Port, punto de partida de muchas peregrinaciones a Santiago. Allí empezó a llover con más seriedad. A la salida del pueblo comenzaba la subida a los Pirineos, y la lluvia arreció, convirtiéndose en una tormenta en toda regla. Nos protegimos como pudimos, pero no podíamos parar porque el tiempo corría en contra, y mirando al horizonte no veíamos expectativas de mejoría. Así que nos pusimos a subir, en medio de un concierto de truenos, con ríos de agua corriendo por la carretera. Afortunadamente, la intensidad de la lluvia fue decreciendo a medida que ascendíamos, ya en terreno español. Diego y Marcin se fueron por delante, mientras yo ascendía lentamente. Lo mío no son las subidas.
Muchas curvas después, seguía lloviendo cuando coroné el puerto de Roncesvalles y me dejé caer hasta el pueblo. Diego y Marcin estaban esperando en una cafetería, donde nos tomamos un rico café con leche y bollos. Llevábamos 300 kilómetros, eran las 20:30 h. y nos quedaban unos 75 km para el control de Artajona. Habíamos acumulado un retraso de casi dos horas sobre el tiempo que habíamos previsto por la mañana. No había tiempo que perder.

Nos lanzamos al descenso con cuidado, porque el piso seguía mojado y la lluvia no cesaba. Marcin y Diego iban más fuertes que yo, pero me esperaban en los repechos y conseguimos llegar a Artajona aproximadamente a las 12 de la noche. El restaurante estaba todavía abierto, por lo que pudimos cenar. Marcin y Diego seguirían su ruta camino de Calahorra, donde tenían reservas en un hotel. Podían llegar a las 2:00 h. Yo decidí que me quedaría en Artajona, para no frenarlos, porque los ciclistas que venían por detrás tendrían que salir a las 6 de la mañana, y yo podría descansar 4 ó 5 horas hasta ese momento.

Monté un tenderete de ropa mojada junto al radiador de mi habitación y me dormí a eso de la 1:15 h. A las 3 de la madrugada escuché ruidos, por la llegada de un grupo de ciclistas, y antes de las 6 ya estaba preparado para salir de nuevo, cuando entró un mensaje de Angel, que estaba en la puerta del hostal. Bajé para abrirle. Llevaba toda la noche rodando y había sufrido un par de confusiones que le habían llevado a hacer 50 kilómetros de más, con varias subidas gratuitas. Aun así, estaba dispuesto a salir sin dormir. No tenía comida, por lo que le di uno de mis bocadillos y un plátano. Se tumbó a descansar unos minutos, mientras yo intentaba sacar mi bici. Para mi desgracia, todo estaba cerrado y no podía acceder al garaje. Así estuve más de una hora, esperando hasta que apareció el dueño. Desayunamos para intentar salir lo más rápido posible. En ese momento aparecieron Andrey, Benayas, Andrés y Susana, el grupo de ciclistas que llegó a las 3 h, y que habían descansado al menos 3 horitas.
Angel y yo salimos de Artajona dispuestos a hacer esta segunda jornada juntos. Con bastante retraso sobre nuestras expectativas, comenzó la segunda etapa a las 7:30 h. El tiempo empezaba a apremiar. El próximo control estaba en Villar del Río, provincia de Soria, a las 13:52 h. Eran 105 kms para recorrer en 6 horas, pero el cansancio se iba acumulando, Angel no había dormido nada y el terreno picaba para arriba. Estábamos a 300 metros de altitud y teníamos que subir a 1000 m. Pasamos por Calahorra y Arnedo sin parar, pero después empezamos a flaquear y tuvimos que detenernos en el pequeño pueblo de Herce, donde encontramos una pequeña tienda-panadería. Compramos algo de bebida y comida, y repusimos fuerzas en la pequeña plaza.
El puerto de Oncala es larguísimo. El terreno no para de subir desde Calahorra, pero la subida se hace más perceptible a partir de Villar del Río, ya en la provincia de Soria. El límite entre La Rioja y Soria, entre los pintorescos pueblos de Enciso y Yanguas, es un terreno precioso de montaña, muy sinuoso, que discurre por el curso alto del río Cidacos. Disfrutamos mucho de este tramo, si no fuera por los baches y la arena esparcida sobre él. En Villar tomamos unas hamburguesas y estuvimos algo más de media hora. El grupo de Benayas llegó cuando nosotros estábamos saliendo.
Aquí comenzaban las rampas más duras del puerto de Oncala, que hicimos con bastante dignidad, recuperados tras la comida. A 1453 metros de altitud coronamos el puerto, con la alegría de saber que habíamos superado el terreno más difícil.
Pero apenas llevábamos margen para llegar a tiempo a los controles. Parecía que habíamos dejado atrás las lluvias, pero en ese momento empezó a arreciar el viento en contra, que soplaba del suroeste. Preocupados por las tormentas, no nos habíamos acordado del viento, que ahora se convirtió en el nuevo enemigo de nuestra ruta. Sólo teníamos 20 minutos de sobra. Nos lanzamos hacia abajo con fuerza y pasamos por los siguientes controles, de Garray y Quintana Redonda, con los mismos 20 minutos de margen. Lo que ganábamos en ruta lo perdíamos en las paradas. Tuvimos que hacer una parada extra en la gasolinera de Almazán, para comer algo porque las fuerzas comenzaban a fallar y me preocupaba la subida a los Altos de Barahona.
Íbamos controlando todo el rato. Nos quedaban 50 kilómetros, eran las 19:30 h y teníamos que llegar a Atienza antes de las 22 h. Es decir, teníamos que mantener un promedio de 20 km/h, teniendo en cuenta que antes había que subir a Barahona con todo lo que llevábamos acumulado. No había margen ni siquiera para un pinchazo.
Efectivamente, la subida se hizo penosa, pero manteníamos el margen para el cierre de control. Unos kilómetros más adelante, cuando tratábamos de rodar rápido por las vaguadas de Villasayas, nos encontramos con José María Campos, que había abandonado por lesión y se había adelantado en coche para ayudar. Nos ofreció un sandwich al vuelo, pero no pude aceptarlo porque acababa de comer uno en Almazán, y no había tiempo que perder.
Cuando vimos aparecer la silueta del castillo de Atienza en la distancia nos dio un subidón. Nos quedaban 3 kilómetros a falta de 15 minutos para el cierre de control. Entramos en el restaurante de Atienza cuando eran las 21:57 h. por mi reloj. ¡¡Prueba superada!!
Ha sido la brevet más apurada que he realizado hasta ahora, pero ha tenido mucho mérito porque tenía un desnivel acumulado de casi 7000 metros, endurecido por las tormentas, la lluvia y el viento en contra. Pero si no hubiera estado parado casi 8 horas en Artajona, la habría terminado con un margen más que suficiente para haber disfrutado un poco más. La estrategia del primer día fue acertada, con muy poco tiempo perdido en paradas, pero el segundo día fue bastante peor, especialmente por la salida tardía del hostal.
Interesante experiencia para apuntar en la libreta de las lecciones aprendidas.
Hay tantos agradecimientos que poner, que muchos se quedarán en el tintero, pero no quiero dejar de mencionar algunos:
– A Ángel Peinado, mi compañero de ruta desde Artajona, un chaval impresionante y fortísimo, que llevaba 50 kilómetros de más y ni siquiera paró a dormir.
– A Marcin y Diego, mis compañeros de ruta entre Tartas y Artajona, ayudándome a superar los puertos pirenaicos.
– A José María Benayas, por haber organizado una prueba ciclista preciosa, con un formato tan original.
– Al pueblo de Sainte Eulalie, por su gran hospitalidad. Especialmente a André, un francés jubilado de origen español, que nos acogió en su precioso chalet.
– A toda la familia del ciclismo randonneur, por enseñarme día a día a ser más luchador y resistente.
Y no quiero dejar de mencionar, antes de acabar esta crónica, a uno de los compañeros de ruta,Bienvenido Camacho, un auténtico randonneur de La Solana, Ciudad Real. Se había presentado en Madrid después de venir en bicicleta desde su pueblo, y una vez terminada la brevet, continuó pedaleando desde Atienza hasta La Solana, para completar más de 1200 kilómetros. ¡¡El doble que los demás!!
Con mis mejores deseos y ánimos para otro compañero, Paco el Americano, un histórico randonneur con el que he coincidido en muchas brevets, que sufrió un grave accidente cuando entrenaba por Madrid hace pocos días. Espero que se pueda recuperar pronto.
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