Pero todavía era sólo un principiante.
Hace cinco años, decía, no podíamos ni imaginarlo. Hace cinco años, decía, ni siquiera nos conocíamos la mayoría de nosotros.
Desde 2003 me dedicaba a recopilar información de rutas de mi comarca en una rudimentaria página web, donde subía mis fotos y los perfiles, hechos a mano al principio, y posteriormente con un ciclocomputador Ciclomaster que compré por internet. Pero me faltaban muchas rutas por conocer, sobre todo las de montaña, ya que yo era más aficionado a la bicicleta de carretera. Un día, uno de los lectores, Manuel Berrio, comentó en el foro que había realizado la ruta de Jaén hasta el Paredón, volviendo por Valdepeñas de Jaén, y me metió la curiosidad en el cuerpo.
Un día de verano de 2006 tomé una determinación. Había llegado el momento de intentarlo. Preparé mi bicicleta de montaña, por entonces una flamante Cannondale F600, organicé los bártulos necesarios: mochila, comida, mapas (de papel), herramientas y repuestos, cámara de fotos, agua… y comencé una serie de excursiones para conocer el interior de la sierra. El primer impacto me lo llevé cuando descubrí la zona de Carboneros, subiendo desde Valdepeñas de Jaén y penetré en la finca de la Solana – Los Morales. A pocos cientos de metros de la gran puerta metálica, que cerré a mi paso, me topé con un inmenso venado, que me miraba fijamente a escasos veinte metros de distancia. Uno de los momentos más impactantes de mi vida, que no he vuelto a revivir desde aquella fecha. Saqué la cámara de la mochila mientras se alejaba. Cada vez estaba más lejos, pero aún pude sacar una foto cuando se giró para mirarme de nuevo en la distancia. En esa misma ruta vi decenas de ciervas bebiendo en el arroyo de Cabañeros o corriendo por las colinas cercanas, y algunos muflones asomados desde las rocas de la Cornicabra. Fue una jornada histórica, cuando regresaba a mi pueblo por el puerto de Locubín no podía creerme lo que había visto, a una distancia relativamente cercana. Esto me animó a buscar más aventuras, siempre con el objetivo de volver a casa a mediodía, por lo que no debían extenderse más allá de las siete horas.
El gran reto llegó pocos días después. Sabía que podía llegar a la zona de Carboneros por el lado contrario, desde la Sierra del Trigo, que sólo conocía a través de referencias. También en los mapas se podía ver un larguísimo valle, que me permitiría conectar la parte norte de la Sierra, en la zona de Valdepeñas, con la parte Sureste, en la zona de Noalejo y Frailes. No sabía qué distancia recorría exactamente el valle, ni qué tipo de caminos me encontraría. También sabía que, una vez tomara la decisión de bajar desde el puerto de las Coberteras y el embalse del Quiebrajano, me encontraría al otro lado de las montañas, lo que significaba que el regreso no iba a ser fácil. Como mínimo, tendría que subir otro gran puerto para franquear los aerogeneradores de la Sierra del Trigo y volver a terreno familiar. Pero me encontraba en buena forma física.
A las 7 de la mañana inicié la aventura. Para darle un poco más de épica, en lugar de tomar la carretera, me dirigí a Valdepeñas por el camino de tierra de Chircales. Era temprano y tenía ganas. Reposté agua en una fuente donde intercambié breves palabras con un señor mayor, al que pregunté si conocía la bajada de Coberteras hacia Puerto Pitillos y el valle del Valdearazo; cuando supo mi intención de seguir hacia el sur por el valle, se me quedó mirando con escepticismo. Disfruté de las vistas del embalse de Quiebrajano, como siempre, con su característico color azul turquesa y comencé a bajar por puerto Pitillos. La suerte estaba echada. No había cobertura para teléfono móvil. Al fondo se veía una bonita alameda. Las laderas de las altas montañas de alrededor tenían un fuerte color verde oscuro, repletas de encinas, quejigos y otras especies vegetales, típicamente mediterráneas. A mi izquierda unas peculiares formaciones rocosas verticales me llamaban la atención. Años más tarde supe que eran conocidas como «Los Caballos de Ajedrez», debido a las caprichosas formas que han ido adquiriendo con la erosión.
Al final de la bajada, después de pasar un pinar y una alameda, me encontré en el cruce de caminos de Cortijo Prados. Dudé qué camino tomar, pero vi a un agente forestal, quien me confirmó que la pista me llevaría hasta la Sierra del Trigo, aunque me dijo que la subida era muy fuerte. Con algo de temor a lo desconocido, pero al mismo tiempo sintiéndome en buena forma física, comencé a circular por el valle del Valdearazo por primera vez en mi vida. Descubrí sitios que ahora se han hecho tan familiares, como el Cortijo Prados o la «fábrica de la luz» de Noalejo, una antigua estación hidroeléctrica, actualmente abandonada. Comencé la subida desde los cortijos de Alamillos por la revirada pista que tan bien conocemos ahora, y vi por primera vez en mi vida la inmensa panorámica del valle desde el puerto de los Alamillos. Sólo esa fotografía valía por sí misma todo el viaje. Llegué sorprendentemente entero a la carretera de Noalejo, donde giré a la derecha, rumbo al Paredón, la montaña más significativa del entorno, con su típica formación de aerogeneradores alineados a lo largo de la arista.
Las cosas estaban saliendo según lo planeado. Los mapas de papel no me habían fallado, y ya me encontraba en terreno conocido. En lugar de volver a mi pueblo a través de Los Rosales y Frailes, como iba bien de tiempo, decidí girar por el puerto Pinatero y así enlazar la otra pista que desconocía en aquel tiempo, y que me llevaría directamente hasta la zona de Carboneros. Era la una de la tarde y el sol ya pegaba con mucha fuerza. Justo antes de llegar al collado de Carboneros me encontré con un perro de aspecto agresivo, atado en el camino con una cadena que le permitía gran movilidad. Volver atrás en ese punto era inviable. Tenía el tiempo justo para volver a casa y tenía que pasar por allí. Con más miedo que vergüenza desmonté y pasé caminando, explicándole al perro que yo era un simple transeúnte, que sólo pasaba por allí… ufff… al final alcancé el collado y llegué de nuevo al terreno conocido de Valdepeñas, desde donde volví a casa a punto para la comida. Fueron 100 kilómetros de ruta por montaña. Ese día en mi interior se despertó una ilusión. Había conseguido encontrar la conexión entre los caminos del norte y el sur de nuestra sierra; había visto paisajes y lugares que muy pocos de mis paisanos conocían, pese a estar a una distancia relativamente cercana. Empecé a imaginarme cómo podría ser una gran marcha cicloturista por aquel recorrido de montaña… y soñé.
Pero, como decía, hace cinco años ni siquiera nos conocíamos.
En 2007, combinando mi afición al ciclismo con la informática y la estadística, actualicé mi página web con todos los datos que había ido recopilando, y se me ocurrió lanzar una propuesta al vuelo: la de organizar una quedada informal el segundo sábado o domingo de octubre, para hacer el recorrido circular completo. La llamé «Travesía de la Sierra Sur», un título nada original pero muy descriptivo. Lancé la propuesta en la web y esperé respuestas. Al principio sólo me respondieron algunos amigos incondicionales de Alcalá y Castillo, con los que compartía rutas frecuentemente, como Rafa Ruiz, Lizana e Isidro Nieto.
No me atrevía hacer la propuesta públicamente, aparte de nuestro foro en la web, puesto que no se trataría de una marcha ciclista con garantías, sino de una excursión en grupo, con los inconvenientes que pudieran surgir (averías, accidentes, desfallecimientos, etc…). Por entonces acabábamos de crear el club Ciclocubín y sabía que podía contar con algunos paisanos, más los que leyeran la propuesta y quisieran venir.
En un viaje de mi empresa, estando de tránsito en el aeropuerto de Nueva York, sonó mi teléfono móvil. Una voz ilusionada, hablando a toda velocidad al otro lado de la línea, se me presentó diciendo algo así como: «Soy Jaime, de la Peña Ciclista Alcalaína, tú no me conoces pero tengo que hablar contigo porque tu propuesta es extraordinaria, tenemos que juntar un grupo grande de gente y que esto sea noticia. ¿Puedes hablar mañana en la radio?». En todos estos años, Jaime ha seguido siendo el mismo loco impulsivo que pone las pilas a la gente, que empuja para que todo el mundo se implique y contagia la ilusión. Sin duda, lo que vino después no hubiera sido posible sin ese chorro de aire fresco que nos transmitió.
El fin de semana del 14 de Octubre fue uno de los más felices de mi vida. Mucha gente se había ido uniendo a la propuesta por internet. Pero para mí hubo otro momento especialmente intenso en la víspera. El sábado 13 de Octubre celebramos la fiesta de cumpleaños de mi abuela Ana, quien llegó a su primer siglo de vida. Cien años llenos de humanidad y trabajo, siendo un ejemplo de esfuerzo, coraje e inteligencia como pocos. Mi abuela era una persona muy admirada, el verdadero espíritu de mi familia paterna. Todos sus hijos, nietos y biznietos (unas 50 personas en total) nos dimos cita en Castillo de Locubín ese día para celebrarlo de una forma muy especial. Fue una tarde muy emotiva. Aunque se encontraba en bastante buena salud y llegó por su propio pie al acto familiar, a las pocas semanas empezó a sufrir una enfermedad pulmonar. Nos dejó apenas un mes después.
El Dessafio, para mí, tiene un doble significado; no puedo evitar recordarla a ella cada vez que paso por las curvas sobre el río Valdearazo y cada una de las veces que he subido al escenario para la entrega de premios del Dessafio. En el fondo de mi corazón, cada uno de los Dessafios que hemos celebrado hasta ahora se lo he dedicado a mi abuela. Sé que, de alguna forma, ella es una de las grandes impulsoras de nuestro proyecto, como si se hubiera marchado justo para reencarnarse en nuestra prueba, nacida pocos meses después…
El día 14 de Octubre de 2007 nos reunimos veinticinco ciclistas de diversas procedencias, incluyendo algunos de Madrid, Granada, Cabra, Málaga y otros sitios, para realizar la gran ruta de reconocimiento. Sin grandes medios técnicos, plasmamos aquella jornada de convivencia ciclista en este vídeo:
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